Este artículo es una versión ligeramente ampliada de una tribuna publicada el 22 de febrero de 2023 en El Pais
También hice un hilo de Twitter ““resumen””
Cualquier debate sobre las renovables debe empezar con dos ideas que en las últimas semanas están quedando fuera de foco. En primer lugar, la profunda crisis climática en la que nos encontramos y que no hace más que empeorar año tras año, poniendo en riesgo la posibilidad de una vida digna para la inmensa mayoría de los habitantes del planeta, principalmente los más vulnerables.
El papel de las renovables es clave para combatir la crisis climática porque, en segundo lugar, no podemos olvidar tampoco que el 80% de la energía que consumimos son combustibles fósiles que importamos de otras regiones del mundo y cuya quema causa precisamente el cambio climático, así como todo tipo de contaminaciones a nivel local y no pocas zonas de sacrificio. Dejar de lado este dato en el debate puede dar lugar a muchos equívocos. Por supuesto, es necesario reducir el consumo energético de nuestras sociedades, pero esta enorme dependencia fósil es lo que explica la necesidad de electrificar numerosos procesos y actividades y la urgencia de producir más energía renovable para alimentarlos.
Una tercera cuestión a tener en cuenta, y que contamina todo, es que esta transición ecológica debe empezar a desarrollarse en el seno de un capitalismo neoliberal con un sector energético profundamente oligopólico cuya única preocupación es generar beneficio a corto plazo. Si bien soplan nuevos vientos de cola en favor de un Estado emprendedor, de la política industrial y la intervención pública en los sectores cruciales, el reverso trágico es que no tenemos tiempo hasta que llegue un orden nuevo. La transición ecológica y la salida del neoliberalismo deben hacerse simultáneamente. Esa es la gran tarea y el gran reto de nuestra generación.
Es en este contexto climático y político en el que se está produciendo una compleja polémica sobre el imprescindible despliegue de las renovables en nuestro país. Un debate necesario que nos debe acercar a una transición ecológica social y territorialmente justa, que es el objetivo que la mayoría de implicados en el mismo perseguimos.
Antes de abordar lo que considero el núcleo esencial del conflicto y algunas propuestas para resolverlo me gustaría repasar brevemente varios debates importantes, pero en mi opinión más secundarios o que no se están planteando correctamente:
El impacto ambiental de las renovables
Como cualquier otra actividad o infraestructura humana, las renovables tienen un impacto ambiental local y, por tanto, hay que regular para que las instalaciones fotovoltaicas y eólicas tengan el menor impacto posible sobre el medio ambiente. Sin embargo, no hay que olvidar que en un planeta inmerso en una crisis climática y de biodiversidad como la actual el saldo neto siempre va a ser positivo en tanto que son imprescindibles para frenar el cambio climático y abandonar los combustibles fósiles, cuyo impacto ambiental es incomparablemente mayor. La peor transición ecológica posible es mejor ambientalmente que seguir como estamos.
Suelos y tejados
Al hablar de fotovoltaica, el debate a menudo se plantea como que no hay que poner ninguna instalación renovable en suelo, mientras que no hayamos ocupado todos los tejados disponibles. Es una falsa dicotomía. Hace falta poner paneles solares en todos los tejados posibles, pero la mayoría de evidencia indica que no serán suficientes ni aun reduciendo y electrificando el consumo de energía. Además, el ritmo de instalación más lento del autoconsumo (y su desigual distribución y accesibilidad entre los tipos de vivienda) hacen que su máximo desarrollo deba producirse en paralelo al establecimiento de plantas de suelo de bajo impacto ambiental y alto retorno territorial.
Desigualdad territorial
España presenta una profunda desigualdad territorial entre la producción y consumo de electricidad que es reflejo del modelo político centralista que lo causa. Extremadura, que produce un 423% de la energía que consume y Madrid con un 5% son casos tan extremos que rozan lo obsceno, pero también tenemos casos intermedios como País Vasco y Cantabria con un 50% o el País Valenciano con un 69%. Esta desigualdad no sólo se produce entre Comunidades Autónomas sino también dentro de cada una de ellas, siendo paradigmático el ejemplo de las diferencias entre Tarragona y Girona dentro de Cataluña.
La transición ecológica debe corregir estas desigualdades teniendo en cuenta el diferente aprovechamiento de los recursos renovables (Madrid es menos apta para la eólica que Cantabria como Asturias es menos apta para fotovoltaica que Andalucía) y que las regiones urbanas difícilmente pueden ser autosuficientes energéticamente a corto plazo, como tampoco lo son, por ejemplo, a nivel alimentario.
A pesar de esto, debido a que sólo el 20% de la energía que consumimos es eléctrica, a nivel energético todas y cada una de las Comunidades Autónomas son importadoras netas de energía y, puesto que sólo en torno al 50% de la electricidad que producimos es renovable, ninguna Comunidad tiene ahora mismo más renovables de las que va a necesitar de aquí a un par de décadas ni aun teniendo en cuenta reducciones sustanciales del consumo energético. En ningún caso esto es una excusa para mantener esas desigualdades territoriales sino que muestra que la desigualdad en lo instalado hasta ahora tiene margen de ser corregido
Agricultura o energía
Ante la necesidad de instalar plantas fotovoltaicas en suelo surge el debate sobre hasta qué punto se debe sustituir suelo agrícola por instalaciones generalmente fotovoltaicas. Muchas veces este debate surge de una cierta romantización que considera la agricultura algo más natural que las energías renovables cuando la realidad es que ambos son dos procesos artificiales, igual de imprescindibles para el funcionamiento de nuestras sociedades actuales y con un enorme impacto ambiental (la agricultura y la ganadería suponen el 23% de las emisiones de gases de efecto invernadero y el 80% del consumo de agua en un país que ya sufre una sequía que amenaza con volverse permanente) que deben someterse a un proceso de descarbonización y adaptación a la crisis climática.
Además, hablamos de unos sectores económicos eminentemente exportadores, lo cual es una crítica que se le suele hacer a las renovables en cuanto a su rol en la búsqueda de la soberanía, en este caso energética: "¿para qué producimos más energía de la necesaria aquí?". Por ejemplo, según datos del Ministerio de Agricultura, el año 2021 se exportó alrededor del 50% de todas las frutas y hortalizas cultivadas en España. Un porcentaje que puede llegar al 70% en el caso de algunos cítricos. Sin embargo, no solemos escuchar "Exportar sí pero no así".
Sin duda buena parte de este conflicto surge más de la acumulación de algunos casos escandalosos y una percepción de amenaza para los modos de vida tradicionales, pero en realidad, los problemas de la agricultura vienen de lejos y las renovables son un factor menor en ellos y que difícilmente van a sufrir un agravamiento significativo. Se calcula que hasta 2030 serían necesarias entre 78.000 y 120.000 hectáreas para instalar fotovoltaica, lo que supone entre un 0.3 y un 0.5% de la superficie agraria útil (SAU) de España, suponiendo el peor escenario en que toda se ponga en suelo agrario. Por comparar, ahora mismo hay 2,32 millones de hectáreas abandonadas, un 10% de la SAU. Estamos, por tanto, ante un problema fundamentalmente local pero en ningún caso global.
A esto hay que añadir que las renovables se pueden instalar en terrenos baldíos, que existen usos que combinan ambas actividades como la agro-voltaica, y que las plantas solares pueden construirse de forma que al fin de su vida útil la tierra sobre la que se asientan sea recuperable y laborable tras 25 años de barbecho. Si bien es preferible usar suelos degradados antes que suelos agrícolas, en ningún caso debería ser una línea roja per se y menos aún si esto se basa en informes cargados de numerosas deficiencias técnicas
Oligopolios
Otra fuente de conflicto es que la transición energética se está dando en un contexto oligopólico cuya búsqueda del beneficio ante todo ha quedado negro sobre blanco en estos últimos meses de crisis energética, a lo que además se suma el repentino aterrizaje de fondos de inversión con una fuerte componente especulativa. Lógicamente, esto genera un agravio en tanto que unos recogen beneficios extraordinarios mientras otros sólo ven todo tipo de costes y cambios en su modo de vida.
Resaltar que el oligopolio y los beneficios extraordinarios no son exclusivos del sector renovable, ni siquiera del eléctrico sino que son iguales o peores en los sectores fósiles responsables de la crisis climática (que además trabajan activamente contra la transición ecológica) no supone ningún consuelo para nadie. Pero sí contextualiza la trágica dimensión del debate en este sentido: si se implantan renovables gana un oligopolio, y si no, gana el otro.
Debemos reformar el mercado eléctrico, democratizar su estructura y promover una mayor participación pública y ciudadana en la producción y distribución de electricidad. Pero como vamos tarde, no hay margen para frenar la instalación de renovables hasta conseguirlo. Lo tenemos que hacer a la vez. Negarse a asumir esta incómoda realidad es taparse los ojos ante la emergencia de la crisis climática.
Junto a estos dos debates creo que el núcleo central de la cuestión tiene su origen en el sentimiento de agravio que, con razón, sienten de muchas regiones y territorios de España. Zonas que han sido abandonadas durante mucho tiempo, que sufren un proceso de despoblamiento y vaciamiento que en los últimos años ha conseguido articularse políticamente, tanto en forma de plataformas y partidos como, sobre todo, bajo la idea y el afecto de “la España vaciada”.
La realidad es que en este proceso la implantación de renovables ha tenido un papel muy secundario frente a otros vectores, pero corremos el riesgo de que se perciba como la gota que colma el vaso. Además, es justo reconocerlo, si bien las renovables apenas han promovido el vaciamiento la realidad es que, por sí mismas, tampoco van a revertirlo sin un contexto institucional favorable. El empleo que generan es escaso a medio plazo y el que crean durante la fase de construcción es muchas veces un empleo especializado que procede de otras localidades.
Es en ese contexto de abandono y agravio histórico en el que el despliegue de las renovables supone un llover sobre mojado que se encuentra con resistencias que, como en todo conflicto, están cargadas con un buen número de buenas y malas razones. Resistencias que, en general, no surgen del egoísmo o del caricaturizable “rechazo al progreso” sino de muy razonables dudas sobre el impacto ambiental y social y, en muchas regiones, de la desconfianza de procesos similares con resultados decepcionantes, pero en las que se mezclan intereses con diferentes grados de legitimidad, sobre todo cuando el conflicto se contextualiza en la dimensión global de la justicia climática.
Ni que decir tiene que lo mismo ocurre entre aquellos que apostamos por un despliegue lo más rápido y justo posible de las renovables. Ni queremos arrasar el campo ni queremos imponerlo “desde Madrid”, pero a veces la dimensión y emergencia de la crisis climática a nivel global nos puede hacer subestimar determinados impactos ambientales y sociales locales.
Este tipo de conflictos serán cada vez más habituales según vaya avanzando la transición ecológica y se vayan descarbonizando más sectores y actividades en un contexto heredado de gran desigualdad y escepticismo tras décadas de neoliberalismo. Escuchar los conflictos, atender sus razones y dilucidar colectivamente una solución consensuada. Hacerlo teniendo en cuenta el marco de las consecuencias locales y globales, tanto de la implantación de energías renovables como de no afrontar a tiempo la crisis climática. Esta la tarea que tenemos por delante plataformas territoriales, activistas ecologistas, políticos y el conjunto de la sociedad española.
En mi opinión, solucionar el conflicto con las renovables pasa por desarrollar un nuevo contrato social y territorial que permita que la transición ecológica en general y la energética en particular se haga con justicia: repartiendo de forma equitativa impactos, costes y beneficios. Propongo que en su dimensión energética este nuevo contrato se asiente sobre tres patas:
En primer lugar, debemos apostar por la implantación respetuosa de instalaciones renovables. Esto implica reducir los trámites en plantas de pequeño y mediano tamaño que cuenten con buenas prácticas ambientales al mismo tiempo que se aumentan y se inspeccionan más detalladamente los grandes complejos renovables y se agilizan también los procesos de denegación de proyectos que son claramente insostenibles desde sus primeras fases.
Implica también crear mapas vinculantes de zonas preferentes y zonas prohibidas a la instalación de renovables, topes máximos a la superficie que puede ocuparse en un municipio y aumentar la capacidad de la administración a todos los niveles territoriales (municipal, autonómico y estatal) que durante años ha sido diezmada por políticas de recortes.
Es particularmente importante institucionalizar la implicación de los y las habitantes de los territorios en el despliegue renovable a través de la información, la participación y la mediación para que no sientan como una agresión que se hace a sus espaldas. Que nadie se engañe: intentar llegar a atajos en este sentido solo va a ralentizar los proyectos sea por la vía judicial o sea por la desobediencia civil. Y, por último, hay que incentivar y agilizar la instalación de renovables urbanas, porque es eficiente, porque democratiza la energía y porque además de ser justo es simbólicamente necesario para avanzar en la transición.
Por otro lado, hay que crear mecanismos directos e indirectos que aseguren que el despliegue renovable revierta favorablemente en los territorios.
Una posibilidad es una reforma del mercado eléctrico que incluya criterios que hagan que la tarifa de la luz sea más barata en dichas zonas haciendo que, por ejemplo, los peajes y cargos fijos sean menores cuanto mayor sea la proporción de potencia renovable instalada en la zona o a través de mercados de flexibilidad local. Este mecanismo de renta indirecta tiene la ventaja de ser ágil y de percibirse de forma inmediata por quién se beneficia, pero la desventaja de que es un funcionamiento puramente de corrección de mercado que, por sí mismo, no garantiza que estas compensaciones se traduzcan en un mejor desarrollo local en vez de alimentar, por ejemplo, una especie de rentismo inmovilista. Otra posibilidad en este sentido es fomentar la participación local en los beneficios de los parques cercanos bien obligando, como ocurre en Cataluña, o bien permitiendo, como ocurre en Dinamarca, que una porcentaje determinado de la inversión de las instalaciones sea a través de instrumentos de ahorro para individuos y empresas locales. Aunque esta última opción tiene como problema que puede dar lugar a procesos de concentración de riqueza en los que uno o pocos vecinos adinerados compran la gran mayoría de las participaciones.
Otra alternativa, no necesariamente opuesta sino complementaria a la anterior, es el establecimiento de un Fondo Soberano Renovable, similar al que tiene Noruega para el petróleo, que se alimente de impuestos a las empresas del oligopolio, licencias y concesiones a las renovables o a la producción de hidrógeno verde y cuyas inversiones directas y dividendos se canalicen preferentemente a través de una agencia de desarrollo y transición ecológica regional similar a la que opera en las Highlands escocesas (y que es una referencia europea en materia de lucha contra la despoblación) hacia servicios, infraestructuras y proyectos locales desde la perspectiva de una transición ecológica ambiciosa y apegada al territorio.
La transición ecológica es un imperativo ecológico y moral, necesaria si queremos seguir habitando un planeta que llevamos tiempo empujando por encima de sus límites. Pero no es ni será un proceso exento de conflictos. Es, ante todo, una disputa política por el reparto de los beneficios y los costes colaterales a la lucha contra la crisis climática. Aprovechémosla para reconstruir los contratos sociales nacionales e internacionales que nos permitan vivir mejor en un planeta lo menos cálido posible.